La justificación y la justicia vienen por la fe. Soy salvo por la fe, hecho
justo por la fe y guardado por la fe en la sangre de Cristo. Esa es la base
misma del Evangelio. Pero no toda la fe es fe que justifica. La Biblia
claramente habla de dos clases de fe: una que justifica y otra que no tiene
ningún valor, una fe que incluso los demonios ejercitan.
El libro de los Hechos narra que Simón el mago "creyó", pero su fe no era del
tipo que justifica. "Simón también creyó y... fue bautizado" (Hechos 8:13).
Simón ofreció dinero al apóstol Pedro para adquirir el poder del Espíritu
Santo, pero Pedro le contestó: " Por lo que veo, estás en manos de la
amargura y la maldad" (versículo 23). Él estaba diciendo, "Tu corazón está
todavía atado por el pecado."
Pedro le dijo a Simón que sin arrepentimiento tanto él como su dinero se
perdería. De hecho, Simón creyó pero no fue hecho justicia de Dios en
Cristo. Su fe no era fe que justifica, la clase de fe que purifica el corazón
y trae la justicia de Cristo.
La Escritura dice mucha gente "creyó [en Jesús]... al ver los milagros que
hacía. Pero Jesús mismo no se fiaba de ellos... pues él sabía lo que había
en el hombre" (Juan 2:23-25). Estas personas tenían una creencia en Cristo,
pero no era la fe de aquellos que reciben "potestad de ser hechos hijos de
Dios" (1:12).
Justificación por fe es más que una fe de consentimiento; hace más que
simplemente reconocer a Dios. Santiago sostuvo: "Tú crees que Dios es uno;
bien haces: también los demonios creen, y tiemblan" (Santiago 2,19). Santiago
estaba hablando de una fe muerta, temporal, no de aquella eterna. Y Jesús les
advirtió acerca de esta clase de fe, diciendo que algunos creen por algún
tiempo "[pero] no tienen raíces. . . y en el tiempo de la tentación se
apartan "(Lucas 8:13).
Pero hay una fe que justifica, que "purifica el corazón" (Hechos 15,9) y "cree
para justicia" (Romanos 10:10).
Para que la fe sea de justificación, tiene que estar acompañada por el deseo
de obedecer y ser fiel a Dios. Esta clase de fe tiene una fuerza vital, un
principio de obediencia eterna y amor a Dios.
DAVID WILKERSON
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