Quizás el secreto de la oración y de la santidad de vida esté envuelto en la petición divina de escuchar- escuchar Su presencia silenciosa- esa presencia que penetra nuestro ser y nos conserva la existencia; esa presencia que llena las almas de amor y serenidad; esa presencia que nos fortalece cuando nos sentimos débiles.
Hemos olvidado cómo detenernos: nos come el deseo de estar en marcha.
Hemos olvidado cómo quedarnos quietos: nos come el deseo de estar en movimiento.
Hemos olvidado cómo escuchar: nos come el deseo de ser escuchados.
No importa dónde o con quién estemos, podemos siempre decir como Jacob: "Verdaderamente está Yahvé en este lugar y yo no lo sabía" (Gn 28,16).
Él no está tan lejos de nosotros como pensamos, pues siempre caminamos en Su presencia; Él vive por la gracia en el centro de nuestras almas.
Percibimos el silencio de Su presencia en la quietud de la noche, en la oscuridad de nuestras almas y en los corazones de nuestros prójimos.
Oímos el sonido de Su voz en las inaudibles palabras que nos gritan Su presencia desde las flores y los árboles.
Su presencia silenciosa clama a nosotros cuando lo vemos sufrir en el solitario y el abandonado.
Su presencia silenciosa nos pide compasión en el abatido y el herido.
Su presencia, que nos rodea como un sonido profundo, entibia nuestras almas frías con una calma silenciosa, tranquilizante y reconfortante.
Nos aconseja que nos detengamos y entendamos Su amor porque, éste, al igual que Su presencia, también es tranquilo y lo consume todo.
Su presencia silenciosa, como una venda empapada en aceite, sana las heridas del pecado.
Nuestras almas, como si fueran esponjas secas, buscan el agua de la vida eterna, para saciarse de Su presencia silenciosa.
Nosotros podemos alejarnos de Él, pero Él nunca se aleja de nosotros.
Si deseamos vivir como cristianos debemos estar conscientes uno del otro, y presentes ante el otro, porque si se desvanece el sentido de la presencia, uno de los dos se queda solo.
Cuando los amigos dejan de estar conscientes uno del otro se convierten en desconocidos. Y con Dios pasa lo mismo. Él está ante la puerta de nuestro corazón y quiere que le abramos para poder habitar ahí y reinar como Rey.
Sin ser posesivo, desea poseernos. Desea nuestro corazón para llenarlo con amor y para que nosotros podamos amar más a los demás. Desea nuestros pensamientos para elevarlos hasta lo más alto. Desea todo nuestro ser para elevarlo a la altura de Su naturaleza. Desea sentirse en casa en los rincones de nuestra alma; un Amigo que siempre está ahí, listo para consolarnos, amarnos y hacernos felices.
Estamos envueltos por palabras y rodeados de ruido; desde el fondo de nuestro corazón suplicamos silencio- no el silencio mortal del vacío ni el silencio que nace de la ausencia de ruido- sino el silencio profundo, el silencio que pronuncia palabras inaudibles y vibra con sonidos de quietud.
Necesitamos el silencio que nos pone cara a cara frente a Dios en un acto de fe y amor. Es necesario cerrar los ojos y darnos cuenta que la oscuridad que percibimos no es una ausencia sino una presencia- una presencia escondida en lo más profundo de nuestras almas-, una presencia tan cercana a nosotros que todo parece oscuridad.
Dios es un espíritu y conversa con nosotros en un ambiente de silencio porque nuestras almas son incapaces de escuchar Su voz cuando están saturadas de ruido y confusión.
Nadie puede ver a Dios en esta vida y seguir vivo; Su gloria aniquilaría nuestra débil, miserable naturaleza humana. La segunda Persona de la Santísima Trinidad hubo de despojarse de Su gloria y hacerse uno de nosotros para que nosotros pudiéramos ver a Dios en esta vida.
Él ya ha derrotado la muerte y retornado a Su gloria, y nosotros vivimos en Su Espíritu y debemos conversar con Él "en espíritu y en verdad" (Jn 4, 23).
La belleza de Su naturaleza es como el fleco de la orilla de Su manto; las montañas son como borlas esparcidas aquí y allá cuando Su presencia pasó a un lado durante la creación.
El mismo Jesús pasó horas comunicándose con Su Padre en la quietud de la noche y al alba. Esas son quizás las horas más refrescantes y benéficas del día para percatarse la presencia silenciosa de Dios en nosotros y alrededor de nosotros.
Frecuentemente no somos conscientes de esa presencia porque no ponemos atención a ella. Hay ocasiones en que debemos redoblar nuestro sentido del oído, para escuchar a Dios, lo cual hacemos cuando hacemos un esfuerzo para ser concientes del silencio que está dentro de nosotros y a nuestro alrededor. Es así como tocamos la esencia de Dios, presente en todas partes. Donde Él no está, solamente está la nada. San Pablo nos dice que "en Él vivimos, nos movemos y somos" (Hechos 17,28).
Él vive en nosotros a través de la gracia, y nosotros también vivimos en Él a través de Su esencia, porque Su omnipotencia nos conserva a nosotros y a todo lo demás en la existencia.
Nuestro mismo ser es levantado por Él, y ello debería hacernos concientes de esa fuerza silenciosa que nos sostiene, nos reconstruye, nos moldea y desea transformarnos en Jesús. Debemos quedarnos quietos y permitir que Su presencia penetre nuestro ser a base de entregarle nuestra voluntad, la totalidad de nosotros mismos.
En la conciencia del silencio, debemos elevar nuestras mentes a la Trinidad que vive en nuestras almas.
Escuchamos la presencia silenciosa del Padre y decimos: "Señor, Padre, engendra a Jesús en mí"
Escuchamos la presencia silenciosa de la Palabra Eterna y decimos: "Señor Jesús, da fruto en mí".
Escuchamos la presencia silenciosa del Espíritu Eterno y decimos: "Señor Espíritu, transfórmame en Jesús".
SOR ANGELICA
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